miércoles, 27 de noviembre de 2013

VOLVERTE A VER (REPOSICIÓN)

Hola a todos.
Lo prometido es deuda.
Aquí tenéis la segunda parte de mi relato Volverte a ver, que he repuesto en este blog.
¡Espero que os guste!

                           Jacobo fue a ver a Eugenia a su habitación la noche antes de su partida. Quería despedirse de ella a solas. Ella no podía conciliar el sueño. Tras dar muchas vueltas en la cama, optó por quedarse sentada hasta el amanecer. Los nervios la estaban consumiendo. Encendió la lámpara de quinqué que tenía en la mesilla de su habitación. Aún no había llegado a la isla la electricidad. Jacobo entró en la habitación sin llamar y vio que Eugenia estaba despierta.
                Los ojos de Jacobo brillaban llenos de amor y de deseo al posarse sobre Eugenia. Ella se puso tensa y adivinó los pensamientos de él.
-Eugenia...-susurró Jacobo.
                 Se acercó a la joven y se sentó a su lado en la cama. Cogió las manos de la joven y sus miradas se encontraron. Jacobo cogió el rostro de Eugenia entre sus manos. Ella se envalentonó y su boca buscó la boca del joven. Cuando la encontró, le dio un beso cargado de ternura. Al acabar el beso, Jacobo le dio otro beso, mucho más largo y mucho más intenso que el anterior.
-Lo siento-se disculpó.
-Si te vas, quiero que te lleves un recuerdo mío-dijo Eugenia.
-Cuando regrese, nos casaremos. Te lo juro.
-Sé que volverás.
-Volveré.
                 Poco a poco, Jacobo fue despojando a Eugenia de su camisón. Él tan sólo llevaba puesta la bata. Solía dormir desnudo.
                 Puedes pedirle que pare, pensó Eugenia. Aún estás a tiempo. No habrá pasado nada.
                  La puerta de la habitación la había cerrado Jacobo. Se besaron muchas veces con gran pasión. Se acariciaron el uno al otro. Jacobo estaba cada vez más excitado. Hacía mucho que no estaba con una mujer. Eugenia estaba deseando ver qué pasaba. Pero, al mismo tiempo, sentía miedo. Era virgen. Jacobo tenía cierta experiencia. Si bien...Su experiencia era más bien escasa. Y nada refinada...
                 Eugenia respondió con ardos a cada beso. Jacobo la besaba con pasión. La abrazaba con cariño mientras la recostaba sobre la cama. Eugenia dejó de tener miedo. Él la estaba besando con dulzura. La estaba besando con pasión. Pero también la estaba besando con amor. Y ella devolvía beso por beso como él quería.
               De alguna manera, Jacobo entendió cómo debía de complacer a Eugenia. Ella necesitaba su tiempo. De pronto, se vio así mismo besando el cuerpo de la muchacha por todas partes. Besó su cuello numerosas veces. Llenó de besos su rostro. Llenó de besos sus hombros. Su boca se apoderó ávidamente de cada uno de sus pechos. Bajó por su abdómen. Recorrió lentamente sus piernas.
             Entonces, Jacobo se introdujo en el cuerpo de Eugenia. Ella tuvo la sensación de que habían dejado de ser dos personas independientes. Se habían convertido en un único ser.
                 Y así era como debía de ser.



                     Nadie supo lo ocurrido aquella noche en la habitación de Eugenia. Ella no se arrepintió de nada. Le había entregado su virginidad a Jacobo. El hombre que ella amaba. Él le había prometido que, a su regreso, se casarían. Y ella confiaba ciegamente en su palabra.
                La despedida fue muy dolorosa para todos. Bernardo se despidió de sus padres. No era la primera vez que se marchaba. Y estaba seguro de que regresaría. ¿No había vuelto siempre?
               Se despidieron en el recibidor.
                La señora Mancusí bendijo a su hijo y a Jacobo.
               La mujer lloraba desconsoladamente. Su marido, en cambio, miraba con orgullo a su hijo y a Jacobo. Éste pidió entregarle un regalo a Eugenia a solas. Le entregó un anillo. Había pertenecido a su madre. Su padre se lo regaló cuando le pidió matrimonio. Era la manera que tenía de asegurarle a Eugenia que volvería y se casaría con ella.
-Prométeme que te cuidarás mucho-le exigió la joven.
-Te lo prometo-le prometió Jacobo.
-No dejes que te mate ninguna bala. O que la fiebre acabe contigo.
-Ninguna bala me alcanzará. Y me cuidaré para no enfermar. Porque pienso volver.
-Y nos casaremos.
                  Jacobo le dio un largo y dulce beso a Eugenia antes de irse.
               
                        A finales del mes de agosto, llegó a España la noticia de que se había firmado un armisticio con Estados Unidos.
                       Bernardo le había escrito una larga carta a Eugenia. En ella, le contaba que había conocido a una joven estadounidense. Se llamaba Kendall.
                      La había conocido en La Habana.
                      Bernardo y Kendall se habían enamorado. Ese amor se había convertido en un tormento para el hombre. Se suponía que Kendall era el enemigo. Estados Unidos...Pero la amaba. Y no sabía qué hacer.
                     Lo malo era que ella también le amaba. Kendall estaba dispuesta a escaparse con Bernardo. Se iría a vivir a la isla de Sant Antoni con él. Eugenia guardó la carta en un cajón de su mesilla de noche. Se preguntó si Bernardo le contaría lo que le estaba pasando a sus padres. Éstos echaban pestes sobre Estados Unidos. Que si eran unos salvajes. Que si allí la gente se moría de hambre.
                    Bernardo quería casarse con Kendall. En su carta, le decía a su hermana que se veía teniendo muchos hijos con ella. Era la mujer que siempre había estado esperando. Era tan hermosa como inteligente y fuerte. En sus letras, Eugenia adivinó el amor que su hermano sentía por aquella joven. Y su mente volaba hacia Jacobo. ¿Estaría pensando en ella? ¿La echaría de menos? Ella rezaba todos los días por él. Se había firmado un armisticio. ¿Significaría que Jacobo iba a volver a casa? ¡Dios lo quiera!, pensaba Eugenia. ¡Ojala regrese pronto a mi lado! 



                      Jacobo odiaba la guerra. No entendía el porqué estaba combatiendo en aquel país. Se hallaba muy lejos de casa. Y lo peor de todo era que se encontraba muy lejos de Eugenia. Cada vez que entraba en combate, Jacobo luchaba por no dejarse llevar por el miedo. Porque creía que iba a morir. Iba a morir en aquella tierra extranjera. Iba a morir muy lejos de Eugenia. Y no iba a volver a verla. Antes, no le había importado morir. Tenía el corazón roto. Pero tenía un buen motivo por el que vivir.
                    A la luz de la hoguera, Jacobo apenas hablaba. Sus compañeros hablaban de la vida que habían dejado atrás en España. Una familia...Un trabajo...Algunos de sus compañeros no eran militares. Estaban allí casi a la fuerza. Jacobo había oído hablar del sistema de quintas. Que sólo aquellos que pagaban una cierta cantidad de dinero se libraban de ir a la guerra.
                     Él era militar. Pero estaba cansado de aquella vida. Se alistó en el Ejército tras la muerte de su prometida.
                    Tenía varias cicatrices en su cuerpo, producto de la explosión. Pero sus cicatrices no habían repelido a Eugenia.
                    ¿Estaría ella bien? ¿Pensaría en él? ¿Rezaría por él? Jacobo se hacía todas aquellas preguntas. Y otras tantas...
                   ¿Cuándo acabaría aquella maldita guerra?
                  Odiaba tener las manos manchadas con la sangre de personas a las que no había visto en su vida. Hombres, sobre todo. Hombres que, al igual que él, tenían una vida.
                 Se sentía tentado a desertar. A abandonar todo aquello. Pero no se atrevía a dar ese paso.
                Era un cobarde.
                Había visto morir a sus compañeros. Algunos habían muerto en el campo de batalla.
                 Otros habían muerto a consecuencia de las enfermedades. Jacobo no quería enfermar. A veces, se pasaba días enteros sin beber agua por si acaso enfermaba.
                Estaba volviéndose poco a poco loco. Le escribía a Eugenia largas cartas. Le juraba una y mil veces amor eterno. Y era verdad. Porque en su cabeza no cabía la imagen de otra mujer. Eugenia era la dueña de su corazón. De su cuerpo...Le preguntaba si ella pensaba en él. Si lo echaba de menos. Porque a Jacobo le dolía el corazón de tanto añorar a Eugenia.
                  Ya no pensaba en su prometida.
                  Se defendía cuando se veía envuelto en alguna escaramuza. Era bastante bueno en la lucha cuerpo a cuerpo.
                  No pensaba en nada cuando apretaba el gatillo en el campo de batalla.
                 Olía a sangre. A cadáveres pudriéndose en el suelo donde estaban tirados.
                  Jacobo acababa manchado de polvo y de sangre. No veía la destrucción y la muerte que había a su alrededor.
                  Sólo pensaba en volver a casa. Regresaría a la isla de Sant Antoni. Y buscaría a Eugenia.
                 Cumpliría el juramento que le hizo aquella noche.
                 Recordaba cómo aquella noche se quedó dormido abrazo a Eugenia.
                Evocaba los besos y las caricias que ambos habían compartido en aquella habitación. La cama de Eugenia fue testigo mudo de aquellas horas cargadas de ternura y de pasión. Fue la noche más feliz de la vida de Jacobo. Había muerto la terrible noche del Liceo y había vuelto a la vida entre los brazos de Eugenia.
                Perdido en su piel, no había pensado en nada. Jacobo se aferraba con desesperación a aquel recuerdo. Era lo único que le unía a la vida en medio de tanta desolación. De tanto horror...
                Veía el horror dibujado en los rostros de los niños que había encontrado a lo largo de aquellos meses. Niños que vagaban solos buscando a sus padres. Veía el terror dibujado en los rostros de las mujeres. Las casas en las que habían vivido ellas, sus hijos y sus maridos habían sido reducidas a cenizas. No sabían nada de sus maridos.
                  Jacobo tenía pesadillas por las noches. No volvería a ser el mismo después de aquella terrible experiencia.
                 Si no volvía a ver a Eugenia, prefería morir.
                Era lo mejor.

               Eugenia no quedó embarazada a raíz de su noche de pasión con Jacobo y eso le dolió porque se imaginaba con un hijo suyo. A veces, cuando se quedaba a solas en su habitación, Eugenia daba rienda suelta a su dolor. Si pasaba días sin saber nada de Jacobo, se ponía en lo peor.

                 Era un día en el que llovía mucho. Eugenia permanecía de pie junto a la ventana del salón. Su padre estaba leyendo el periódico en voz alta. Jacobo no tardaría mucho en regresar a casa. La esperanza no se iba de su corazón. Se giró y miró a su padre, que tenía el gesto entre esperanzado y triste a la vez. España había firmado la paz con Cuba y con Estados Unidos. A cambio, había entregado sus últimas colonias de Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
-¿De qué no sirve vivir en paz?-se preguntó en voz alta el señor Mancusí-¡Si ya no somos un Imperio! ¡Si nos hemos quedado a la altura del betún!
-Al menos, viviremos en paz-dijo su mujer-Nuestros hijos no tendrán que sufrir los rigores de una guerra.
-Eso es un consuelo.



                    Una mala noticia llegó para los Mancusí. Su hijo Bernardo había muerto en combate.
                 La última carta que Eugenia recibió de su hermano, a mediados de noviembre, le destrozó el corazón. Bernardo le contaba que su amada Kendall había muerto.
                Una epidemia había acabado con su vida. Bernardo no tenía ningún motivo para seguir viviendo. Que no le importaba morir en combate. Había perdido a la mujer que amaba. ¿Cómo iba a seguir adelante?
                Desde entonces, Eugenia había vivido con miedo.
                Sabía que su hermano había tenido numerosas aventuras. Pero intuía que con Kendall era diferente. Se veía por primera vez a Bernardo enamorado. Pero el destino había sido cruel. Le había arrebatado a la mujer que amaba cuando empezaba a imaginar un futuro a su lado. Eugenia tenía una sospecha. Bernardo se había dejado matar en combate.
                Sus padres quedaron destrozados ante la noticia de la muerte de su hijo mayor. Al menos, el superior de Bernardo les había garantizado que el cuerpo del teniente Mancusí retornaría a casa. Sería enterrado en el mausoleo de la familia. Pero eso no consolaba a su familia.

               El viaje de vuelta a España se le hizo eterno a Jacobo. Pasaba largas horas sentado en un banco en la cubierta del barco que le traía de vuelta a casa.
              La guerra había acabado. No pensaba en que España había perdido las últimas colonias que le quedaban.
              Pensaba en que él estaba vivo.
              Miraba los rostros de sus compañeros. Todos se mostraban taciturnos y pensativos. Algunos, incluso, derramaban alguna que otra lágrima.
              Jacobo, en cambio, estaba contento. Muy a pesar de sus compañeros, no disimulaba su alegría. Iba de regreso a casa. Volvía al lado de Eugenia. Nada ni nadie lo iba a separar de nuevo de ella. Una nueva vida se abría ante él. Se casaría con Eugenia. Vivirían juntos hasta el final de sus días. Veía el amanecer en la cubierta del barco. Y sonreía al pensar en la muchacha que lo esperaba en la isla de Sant Antoni.
             Aún sufría pesadillas. Escuchaba el sonido de los disparos. El aire del mar le traía el olor de la pólvora. El olor de la sangre...Le revolvía el estómago.
             Jacobo pasaba largas horas en cubierta. Se asomaba por la barandilla del barco. Cuba estaba cada vez más lejos. En cambio, España estaba cada vez más cerca.
            Sus compañeros le echaban en cara su buen humor. ¿Acaso no se daba cuenta de lo que se había perdido? ¡Las últimas colonias españolas! Jacobo no lo veía de aquel modo.
             En quien estaba pensando era en Eugenia. En que no tardaría mucho en volver a verla. Entonces, se casarían y él dejaría atrás aquella pesadilla. 
  
               Era el día de Nochebuena. Eugenia había salido a dar un paseo por la orilla de la playa. Se sentó en una duna y miró hacia el horizonte. Había una barca a lo lejos que parecía que se estaba acercando poco a poco a la isla.
               Pese a que era invierno, el cielo estaba completamente despejado. El Sol brillaba débilmente, pero brillaba. Hacía una temperatura agradable.
               Cogió una caracola que había allí. Se la llevó al oído para escuchar lo que decía. Creyó estar escuchando su nombre, pero Eugenia pensó que era sólo el susurro de las olas. La barca se acercó hasta quedar varada a la orilla de la playa.
              Un hombre joven y vestido con el uniforme de soldado se acercó a ella y le tapó los ojos. Eugenia se sobresaltó. Se puso de pie y se giró para ver quién era. El corazón de la joven empezó a latir muy deprisa. Le tocó la cara. Lo abrazó mientras lo palpaba. ¡Era Jacobo!
-¡Eugenia, amor mío!-exclamó él.
                Los dos lloraban y reían a la vez.
-¡Has vuelto!-exclamó Eugenia.
-Hablaré hoy mismo con tus padres-le aseguró él-Nos casaremos después de Reyes. Me quedaré a vivir contigo en esta isla.
-¡Estoy soñando!
              Eugenia sollozaba de alegría. Llevaba puesto un vestido negro porque le guardaba luto a su hermano. Desde el cielo, pensaba la muchacha, Bernardo y Kendall se alegrarían de verles juntos y felices.
-No estás soñando-le aseguró Jacobo-He vuelto a tu lado, como te prometí que haría. He vuelto para quedarme.
                Eugenia seguía sin creérselo. Jacobo la abrazó con fuerza. Ella llenó de besos la cara de él. Se fundieron en un beso cargado de pasión y de fuerza.
               
                Esa noche, Eugenia y Jacobo volvieron a estar juntos. Renovaron las promesas que se hicieron la noche antes de la partida de él.
               Pasaron la noche en la habitación de invitados, donde Jacobo dormía.
-Estás mucho más bella-le dijo.
               La mirada de Jacobo estaba cargada de anhelos. Llena de amor...Los dos estaban desnudos. Las manos del muchacho acariciaban la espalda de Eugenia. Había echado de menos a aquella hermosa rubia. A aquella joven delgada y de piel blanca como la leche...
              Se besaron con pasión. ¡Cuántas veces había soñado Jacobo con besar así a Eugenia! Fue algo mucho más apasionado que la primera vez. Las manos de ambos se acariciaban mutuamente. Jacobo había añorado a Eugenia hasta el dolor. Y aquella añoranza había sido mutua.
                No podía parar de besarla.
                Empezó a besarla en el cuello. Bajó por un hombro de Eugenia. Sus labios estaban en todas partes. Ella no había querido hacerle preguntas acerca del frente. Si había estado con otras mujeres. Jacobo le había sido fiel en todos los aspectos.
               Estaba muy excitado. Los labios de Jacobo acariciaron los pechos de Eugenia. Los besó muchas veces.
               Eugenia se preguntaba si una mujer decente podía sentir la excitación que estaba sintiendo. Pero fue una pregunta que pasó fugaz por su mente. Las manos de la joven no podían estarse quietas. Tenían que estar acariciando el cuerpo de Jacobo. Los labios de Eugenia se posaron sobre el pecho de él. Su boca bajó hasta el vientre de Jacobo. Llegó, incluso, a pellizcarle el trasero. Le oía gruñir como un animal en celo.
                 Soy yo, pensó Eugenia. Es por mí. Es curioso.
               Está excitado por mí. ¡Qué cosa más rara!
              No se sintió rara como la primera vez cuando Jacobo invadió su cuerpo.
              La primera vez sintió dolor.
               Esta vez, quería más y más de él. Fue una lucha cuerpo a cuerpo en la cama. Los dos querían más del otro. Querían recuperar el tiempo perdido durante aquellos dolorosos meses. Cuando habían creído que nunca más volverían a verse. Entrar. Salir. Exigir. Jadear. Gruñir. No sabían en qué momento habían dejado de actuar como personas racionales. Y se habían convertido en animales salvajes. Escalar hacia la cima. Explotar.
             Volar por el cielo en medio de fuegos artificiales.
              Estar de nuevo los dos juntos.
            Jacobo descansó la cabeza sobre el hombro de Eugenia. Cuando recuperó el aliento, se hizo a un lado para no aplastarla con el peso de su cuerpo. Ella le dio un beso en los labios. Tenían que hablar.
-Pensé que no iba a volver a verte-le confesó Eugenia.
-No quería morir-le aseguró Jacobo.
-He rezado mucho por ti.
-Yo también rezaba por volver a tu lado.
              Jacobo le dio un beso a Eugenia en la mejilla.
-Sólo lamento que Bernardo no alcance la felicidad-dijo la muchacha.
-Tu hermano es feliz-le dijo Jacobo-Está con Kendall. Está con la mujer que ama. Nada ni nadie podrá separarles.
-Y tú has vuelto a mí.
-Te amaba demasiado. Te amo demasiado. No podía morir. Tenía que volver a ti.
                Poco a poco, Eugenia se fue quedando dormida.
               Pero Jacobo no podía conciliar el sueño.

               De madrugada, volvió a sentir de nuevo el cuerpo de Eugenia.
-Geni...-la llamó.
               La pasión se apoderó nuevamente de ellos. Jacobo tenía mil planes de futuro para ambos. Cogió el rostro de Eugenia entre sus manos. La besó de manera arrebatada y ardiente. Medio dormida, aquel beso desperezó del todo a Eugenia. Y le correspondió de igual forma.
                 Acostados en la cama, los dos vivían ajenos a todo. Los meses pasados habían sido una pesadilla. Pero estaban de nuevo juntos. 
                Jacobo no podía dejar de besar a Eugenia. Estaba con ella y eso era lo único que le importaba. 
               Su cuerpo presentaba muchas cicatrices. No se trataban sólo de cicatrices producidas durante los terribles meses pasados. Otras cicatrices eran producto de aquella terrible noche en el Liceo. Veía sangre. Cristales rotos...Gente correr asustada. 
               El pasado debía de quedar atrás. Empezaba una nueva vida para él. Su nueva vida empezó cuando conoció a Eugenia. Cuando se dio así mismo la oportunidad de volver a amar. De que su lugar estaba con aquella muchacha. No podía parar de tocarla. Y ella, a su vez, no podía parar de acariciarle a él. 
              Jacobo cerró los ojos.
              Creyó que moriría de felicidad y de placer cuando la lengua de Eugenia recorrió cada rincón de su cuerpo. 
                 Aquella segunda vez estuvo cargada de gran pasión. Pero...No sólo eso...Hubo también una gran ternura.



                       Eugenia se despertó con el canto del gallo. Sin embargo, lo ignoró. Era el día de Navidad. Se quedó dormida abrazada a Jacobo. Su regalo de Navidad...
                Sonrió al pensar que lo tenía de nuevo a su lado. 
                Jacobo estaba con ella. 
               Había vuelto a casa. Había vuelto con ella. Nunca más volverían a separarse.  

                                                                 FIN  

martes, 26 de noviembre de 2013

VOLVERTE A VER (REPOSICIÓN)

Hola a todos.
Ayer, subí mi relato Volverte a ver a publize.com, una red social que te permite subir tus relatos, leer otros relatos y compartirlos con otros apasionados de la escritura.
Para celebrarlo, he decidido reponer en este blog Volverte a ver. En febrero, la publiqué en mi blog "Un blog de época". Aún así, me gustaría que también viera la luz en este blog.
Y aquí tenéis la primera parte.
Mañana, si puedo, subiré la segunda parte.
¡Espero que os guste!

VOLVERTE A VER

              Por ahí viene Eugenia. Es bella, hay que reconocerlo, pero es demasiado... no sé, demasiado, ¿cerrada? ¿tímida? ¡Pobrecilla! Es aún muy cría y ya posee esa clase de belleza que vuelve loco a los hombres

                Estamos en el año 1898.
              Eugenia Mancusí era una joven a la que le gustaba mucho leer. Era la única hija de un adinerado matrimonio. Sus padres estaban volcados en ella. Tenía un hermano mayor. La diferencia de edad entre ambos era de trece años. Eugenia tenía la sensación de que apenas conocía a su hermano. Cuando ella era una niña, su hermano era ya un hombre inquieto. Nunca estaba en casa. Tenía sed de aventuras. Rara vez se dejaba caer por allí.
               Aquel mismo año, Eugenia había celebrado su puesta de largo. Había pasado sin pena ni gloria por los salones de baile. O eso pensaba ella. En su mente, tenía la sensación de que había jóvenes mucho más hermosas que ella. Mujeres que brillaban con luz propia.
               Eugenia había recibido una esmerada educación. Sabía comportarse como toda una señorita.
               Eugenia vivía en la isla de Sant Antoni, en el Delta del Ebro. Pero se encontraba pasando una temporada en Barcelona. Le asustaba la oleada de atentados anarquistas que estaban teniendo lugar en la ciudad en aquella época.
               A pesar de eso, Eugenia estaba disfrutando de la temporada social. Le gustaba ir a los bailes. Le conmocionó ver las huellas que el atentado anarquista que había sufrido el Liceo hacía unos años había dejado en el mítico teatro. Otras veces, soñaba con volver a casa. Quería encerrarse en su habitación. Y coger un buen libro para leerlo.
               Había un hombre que estaba mirando a Eugenia con otros ojos. Jacobo Rovira era compañero de armas del hermano de la joven, si bien no la conocía en persona. En un primer momento, no supo relacionar a Eugenia con su superior. El hermano de ésta era su teniente.
                La vio en una ocasión en una librería comprando un libro. Le pareció la mujer más bella que jamás había visto. Su prometida había muerto tiempo atrás en el atentado del Liceo. La recordaba como una joven tan alta como él. Eugenia no se parecía en nada a ella. Si acaso, las dos vestían a la última moda. Llevaba oculto su pelo rubio tras un moderno sombrerito. Sus ojos eran de color azul grisáceo y brillaban. Su prometida siempre había sido una joven esbelta y bien proporcionada. Aún le dolía pensar en ella. Habían ido juntos al Liceo aquella fatídica noche. Él había sobrevivido, pero había resultado herido de gravedad.
              Aún así, estaba vivo y ella estaba muerta.
             La vio salir de la librería acompañada por una mujer vestida con ropa más sencilla. Dedujo que se trataría de su doncella personal. La vio perderse entre la gente. Tenía el porte digno de una Reina y rezumaba elegancia por los cuatro costados.
              Un fin de semana, Eugenia y sus padres regresaron a la isla.
              Su hermano volvía a casa. Traía consigo a un invitado.
              Era un viernes por la tarde cuando Bernardo, el hermano de Eugenia, volvió a casa. La Navidad ya había pasado. Eugenia estaba sentada junto al juego. Estaba bordando un pañuelo. Formaría parte de su ajuar de boda. Si es que me caso, pensaba la joven. Que lo dudaba. Llevaba puesto un vestido de color blanco.
               Jacobo y Bernardo entraron juntos. Esteban clavó la vista en la nuca de la joven rubia que estaba bordando muy cerca de la chimenea. ¡Es ella!, pensó con un sobresalto.
                La vio ponerse de pie en cuanto Bernardo la llamó. Tenía los mismos ojos de color azul grisáceo que él recordaba. Preciosos...Enormes...
-¡Bernardo!-exclamó.
                Se abalanzó sobre él y lo abrazó con tanto ímpetu que Bernardo estuvo a punto de caerse al suelo.
-¡Cuánto tiempo ha pasado!-exclamó Eugenia.
-Me alegro muchísimo de verte-afirmó Bernardo.
                Rodeó los hombros de Eugenia con el brazo. Ella se apoyó en él. Jacobo era incapaz de apartar la vista de ella. Eugenia resplandecía de dicha al pensar en su hermano.
-Quiero presentarte a una persona-le dijo Bernardo.
-¿De quién se trata?-inquirió Eugenia.
-Es un buen amigo mío que va a pasar unos días con nosotros.
                Antes, volvió a abrazarla. Eugenia acababa de cumplir dieciocho años. Había crecido mucho desde la última vez que se vieron. Tenía el rostro de una pilla encantadora. Ya no era ninguna niña. Era toda una mujer. Y una mujer muy guapa, por cierto.
-Es un placer conocerla, señorita-le dijo Jacobo.
              Cogió la mano de Eugenia y se la besó.
               Ella lo miró con cierta picardía.
-Lo mismo digo, señor-contestó.
               Tenía unas facciones adorables. Llevaba su cabello de color rubio dorado recogido en una trenza que caía sobre su hombro. Jacobo volvió a besarle la mano en un descuido de Bernardo. Eugenia sintió cómo una oleada de calor inundaba su cuerpo al sentir sobre su mano el contacto de los labios de Esteban. 
-Algo me dice que tengo que tener cuidado con usted-apostilló-Es la clase de hombre que lleva a la ruina a una dama. 
-Le aseguro que soy todo un caballero-afirmó Jacobo.



                     Al día siguiente, Jacobo y Eugenia salieron a dar un paseo por la isla acompañados por la doncella personal de Eugenia. Ella lo llevó a las marismas que estaban cerca de su casa. Aprovechando que la doncella estaba ocupada mirando el vuelo de un ave, Jacobo cogió la mano a Eugenia y ésta no la retiró.
 Cuando la doncella se giró para mirarles, Jacobo retiró rápidamente la mano, pero le guiñó un ojo a Eugenia.
-Será mejor que volvamos a casa, señorita-dijo la doncella-Se está haciendo tarde.
              Aquella noche, Eugenia se retiró temprano a su habitación al acabar la cena. Esteban la escoltó hasta el pie de la escalera.
-Buenas noches, señorita-dijo Jacobo.
-Por favor...-le pidió ella-Puedes llamarme Eugenia.
-Eugenia...
                La joven le dio un beso en la mejilla y se dio la vuelta para subir por la escalera.

                Su historia de amor empezó a nacer en aquellos días.
                Fue un sentimiento que creció a medida que iban pasando los días. Fue rápido y lento a la vez. De alguna manera, Jacobo y Eugenia intuían que no iban a tardar mucho tiempo en separarse.
                 Por las tardes, Esteban acompañaba a Eugenia a dar un paseo por las dunas de la playa.
                 Los acompañaba la doncella de la joven. Se trataba de una mujer unos quince años mayor que Eugenia. Estaba soltera y no tenía familia. De aquella manera, la cercanía de Jacobo no le resultaría tan amenazadora a Eugenia. Pero ésta prefería verle sin tener que estar pendiente de cada movimiento que hacía su doncella.
                 A la hora de la cena, Jacobo se sentaba al lado de Eugenia.
-Antes de que termine la temporada, nuestra hija habrá recibido dos o tres ofertas de matrimonio-auguró el padre de Eugenia-Ella sólo aceptará la oferta que mejor le convenga. Tiene que hacer un matrimonio ventajoso.
                Eugenia clavó la vista en la crema catalana que estaba tomando de postre. Ya no le parecía tan apetitosa como cuando la había servido la criada.
-Bernardo aún no se ha casado-comentó.
-No compares mi vida con la tuya, hermanita-se rió Bernardo-Soy un hombre libre.
-Antes o después, tendrás que casarte-intervino Jacobo.
              La cercanía de aquel joven animaba a Eugenia. Aunque se había divertido en Barcelona, prefería estar tranquila. No vivía mucha gente en Sant Antoni. La isla era un lugar tranquilo. Un lugar que ella podía definir como casi solitario. Se sentía a salvo y segura en aquel sitio. Allí había nacido. No quería abandonarlo.
            Jacobo la estaba cortejando. Eugenia estaba segura de eso.
             A veces, se sorprendía al encontrar una nota cariñosa debajo de la puerta de su habitación.
            Esteban le leía en voz alta. Eugenia estaba bordando un pañuelo para su ajuar de bodas.
            Pero le escuchaba mientras él le leía en voz alta.
            Tenía una voz ronca y profunda.
            Había comprado en Madrid un libro que estaba causando sensación.
            Se llamaba El hombre invisible. Su autor era H. G. Welles. Eugenia se preguntaba, mientras oía leer a Jacobo, si eso podía ser verdad. Si un hombre podía volverse invisible.
              Fue durante una de estas tardes de lecturas cuando Jacobo le robó a Eugenia su primer beso de amor.

              Durante semanas, fueron inseparables. Como uña y carne...
              Jacobo ya no sentía dolor por la muerte de su prometida. Si tenía que ser sincero, Eugenia era su paño de lágrimas.
              Le contó lo ocurrido una tarde. Estaban sentados cada uno en una silla en el jardín.
-¿Por qué no se ha casado?-le preguntó Eugenia.
              Entonces, Jacobo se sinceró con ella. Había querido mucho a su prometida. Cuando ésta murió, quiso morir él también. No había sido así. La convalecencia en el hospital se prolongó porque él no quería poner de su parte para recuperarse. Se culpaba así mismo de lo ocurrido.
-Fue idea mía llevarla al Liceo aquella noche-se lamentó-¡Ella murió por mi culpa!
-El culpable fue el canalla que lanzó la bomba-afirmó Eugenia-Tú no tuviste la culpa. Ella, donde quiera que esté, lo sabe.
-Debí de haber muerto con ella.
             Eugenia se levantó de la silla en la que estaba sentada.
-Estás vivo-le hizo ver.
            Lo abrazó con cariño. Jacobo lloró sobre el hombro delgado de Eugenia. Fue como una liberación. Vació su corazón de todo el dolor que hacía años que acumulaba en su interior.

               Después de eso, la relación entre ambos se hizo más estrecha. Jacobo llegó a adorar cada gesto de Eugenia. Se fijaba en detalles tan insignificantes. Como su manía de retorcerse el pelo. O cómo se limpiaba la boca después de cada plato a la hora de las comidas. O cómo se alisaba una arruga de la falda de su vestido.
               Salían a dar paseos por el jardín los dos solos. Entonces, Jacobo aprovechaba aquellos momentos de soledad para robarle un beso a Eugenia. Ella aprendió a besar en aquellos momentos de intimidad que compartían. 
-Me gusta que hagas eso-le decía ella a él. 
              A Jacobo le gustaba el amor que sentía Eugenia por su tierra.
             A veces, la espiaba mientras ella se cepillaba el pelo todas las noches antes de acostarse en su cama. Jugaba a las cartas con ella, con Bernardo y con los padres de ambos. Eugenia solía dar conciertos caseros de piano para sus padres, su hermano y sus vecinos. Esteban se convirtió en un espectador más de aquellos conciertos. Ella era toda una virtuosa del piano.
              Le pasaba la sal durante la cena.
              Pronto, quiso algo más.
             Los besos que se daban a escondidas les parecían insuficientes. Ya no les bastaba con abrazarse detrás de uno de los árboles del jardín. A Jacobo no le bastaba con acariciar con las manos el cabello rubio de Eugenia. Aquella joven tan tímida y tan pícara a la vez le había robado el sueño.



                         Estados Unidos intervino en el conflicto entre España y Cuba. Ésta última quería independizarse de España. Estados Unidos quería intervenir para ver con qué podía quedarse.
                 Fue entonces cuando llegó a la isla a finales de abril la noticia.
                 Estados Unidos le había declarado la guerra a España.
-Tendremos que irnos-se lamentó Bernardo-Jacobo y yo hemos sido movilizados.
-¿Tenéis que marchar ya?-se inquietó la señora Mancusí.
                 Estaban todos reunidos en el salón. Eugenia trataba de ser fuerte. Sin embargo, sus ojos estaban llenos de lágrimas. Jacobo no se atrevía a mirarla. Sabía que, antes o después, partiría. Pero no quería abandonar a aquella joven que le había robado el corazón. ¡Y no le quedaría más remedio que decirle adiós!
-¿Cuándo os marcháis?-inquirió Eugenia.
-Partimos dentro de una semana-contestó Bernardo-Hemos recibido una carta de nuestro superior. Nuestro regimiento zarpa la semana que viene del puerto de Barcelona.
-¿Volveréis?
                  Eugenia no estaba mirando a Bernardo. A quien estaba mirando era a Jacobo.
-Siempre vuelvo a casa-contestó su hermano-Esta vez, no será diferente. Los yanquis no podrán con nosotros.
                 Eugenia no pensaba lo mismo.
                 Esa noche, salió al jardín a tomar el fresco.
                Jacobo la siguió.
-Los yanquis no son tan débiles como piensas-le advirtió Eugenia-He aprendido a conocerte bien. Piensas igual que mi hermano.
-Si España subestima el poder de Estados Unidos, estará perdida-admitió Jacobo.
-Y si tú te distraes en el frente, una bala acabará contigo. O la fiebre amarilla...
               Jacobo cerró la boca de Eugenia con un beso apasionado.
-Sé cuidar de mí mismo-le aseguró-Y te juro por la Virgen de Montserrat que volveré a tu lado. Y que nos casaremos.
-Quiero creerte-afirmó Eugenia.
-Entonces, ten fe en mí, amor mío.

lunes, 4 de noviembre de 2013

EL OTOÑO DEL DELTA

Hola a todos.
Hoy, me gustaría compartir con vosotros un fragmento de la novela de William Faulkner, El otoño del Delta. 

                     Pronto entrarían en el Delta. La sensación era familiar; una sensación renovada cada última semana de noviembre por espacio de más de cincuenta años: la última colina, a cuyo pie empezaba la rica e intocada llanura de aluvión como empezaba el mar en la base de sus acantilados, se diluía bajo la despaciosa lluvia de noviembre tal como el propio mar se hubiera diluido. Al principio habían viajado en carros: las armas, los enseres de cama, los perros; los víveres, el whisky, la expectación de la caza; los jóvenes, que eran capaces de conducir durante toda la noche bajo la lluvia fría, y armar el campamento en medio de la lluvia y dormir en las mantas húmedas y levantarse con el alba a la mañana siguiente para cazar.

 Éste es el escritor William Faulkner, el autor de El Otoño del Delta.