Hoy, os traigo un cuento que escribí hace algún tiempo. Transcurre en la década de 1960, una de mis décadas favoritas.
Es un cuento que, más que romántico, viene a mostrarnos la otra cara del amor. Cuando el amor se acaba. En este caso, es uno de los integrantes de la pareja el que acaba matando ese amor. La protagonista de este cuento toma una decisión muy dura. La vamos a ver a continuación.
No puedo seguir así. Te he amado mucho. He intentado seguir amándote. Pero no puedo. Tú has matado todo el amor que sentía por ti. Tú me estás destrozando la vida sin motivo alguno. Lo nuestro se acabó. Tú sabes el porqué me voy. Lo siento. No se trata de una venganza. Se trata de que no puedo amarte después de todo el daño que me has hecho. Mi dignidad vale más que ser tu esposa y que tener muchos millones. No sé lo que voy a hacer a partir de ahora. Pero sí sé que tú no vas a formar parte de mi vida.
Adiós
para siempre…No sé si nos volveremos a ver. Sólo sé que no quiero saber nada de
ti. No te odio. Me das asco. Y me das también pena.
Vuelve,
Mary, te lo ruego, pensaba Díaz una y
otra vez.
Siempre
le había dicho lo mismo…Que iba a cambiar…Que todo sería diferente…Que él la
quería…Y ella había confiado en él…
Hasta
que Mary recordó que tenía dignidad. Hasta que Mary decidió que no podía más.
Y
la culpa de todo la tenía él.
Empezó siendo una
venganza. Una venganza estúpida. El motivo que la había desencadenado estaba
anclado en el olvido. Ya no tenía importancia. Lo que importaba era que Mary no
estaba. Se había ido. Y no pensaba volver. Esta vez no.
La casa estaba
vacía.
¿Cómo no vio lo que
iba a pasar? Había pecado de ingenuo. Había dado por sentado que Mary era tan
inocente como aparentaba. La había engañado…La había seducido…Y ella, al final,
le había abandonado.
Díaz se consideraba
todavía un hombre muy apuesto. Era
un hombre activo a sus treinta y cinco años. No le costó trabajo usar su
atractivo físico para seducir a Mary. En opinión de todos, era el hombre más
alto que jamás había existido en Toronto; de marcados músculos.
En la radio sonaban Los Beatles.
Aquella mañana, Mary había descubierto que no estaba embarazada. Debió
de haberlo pensado. Ella y su marido hacía algún tiempo que no tenían
relaciones íntimas. Principalmente…Porque Mary no quería. Díaz le repugnaba. Le
juraba amor eterno. Y, después, la despreciaba. ¿Cómo podía tener relaciones
sexuales con él después de cómo la trataba?
Era por la tarde.
Díaz había vuelto de su trabajo. Era un hombre rico y poderoso.
Díaz no escuchaba la canción. Recordaba con exactitud el momento en el
que Mary le dijo que se iba. La televisión estaba puesta. Díaz estaba viendo la
actuación de Los Beatles en El show de Ed
Sullivan. En aquel momento, Mary se levantó del sofá en el que estaba
sentada y se dirigió a la habitación que compartía con su marido desde hacía
más de un año.
Un rato después, Mary salió de la habitación llevando consigo dos
maletas.
Le había preguntado adónde iba con las maletas. Mary le miró fijamente
y sólo dijo una palabra:
Adiós.
Después, fue hacia la puerta. La abrió, salió a la calle y la cerró.
No hizo nada más.
Ocurrió todo tan rápido que Díaz no fue capaz de reaccionar y tampoco
fue capaz de seguir a Mary cuando ésta cerró la puerta.
¿Cuándo volveré a verte, mi querida canadiense de pelo rojo como el
fuego?, se preguntaba Díaz. Porque era consciente de que jamás volvería a tocar
el cabello de Mary.
Mary era una mujer exuberante. Sus cabellos eran del color del cobre,
puro fuego. Su cara era hermosa, perfecta, de facciones dulces y perfectas,
sonrosada, en forma de corazón. Sus ojos eran grandes, de color azul marino,
llenos de ternura y de afecto hacia su marido. Era esbelta y de caderas
cimbreantes que habían enloquecido de deseo a más de un hombre.
Ella le había dicho que todo lo que le había hecho…Que su odio
injustificado… Las palabras venenosas vertidas contra ella…El daño…Todo había
quedado atrás…En aquel momento, Mary estaba hablándole con el corazón.
Era más baja que su esposo. Poseía
una figura envidiable. Ver sonreír a Mary
era una fiesta porque su sonrisa era tan cálida que parecía iluminar cada
rincón de la casa y, además, aparecían unos hoyuelos que embellecían
considerablemente su rostro. Todas sus características físicas armonizaban de
una forma tan perfecta que resultaba increíble.
-¿Cómo has podido
irte?-se preguntaba Díaz una y otra vez-No puedo culparte…No puedo…Yo te hice
infeliz…Yo soy el único culpable…Solamente yo…Yo…Por no haberla querido de
verdad…
Díaz poseía, en opinión de Mary, un
cuerpo 10, perfecto.
-Yo te quiero-le
había dicho Mary-Te amo desde la primera vez que te vi. Lo que me dijiste quedó
atrás. Lo olvidé. No tiene importancia. No vale la pena. Lo importante es que
tú también me amas.
Mary llevaba puesto un abrigo de
color blanco cuando salió de la habitación con las maletas hechas. Debió de
haberse dado cuenta Díaz de que Mary se ponía tensa cada vez que él la tomaba
entre sus brazos. Ella rechazaba su abrazo cuando volvía a casa. Se resistía a
darle un beso.
-Me haces daño-le
decía-Me aprietas con mucha fuerza.
Él no se había dado cuenta de nada.
-Llevo los labios
pintados-le decía Mary-Hueles a whisky. Me da asco tu olor.
Mary había
permanecido sentada al lado de Díaz mientras Ed Sullivan presentaba a Los
Beatles. Díaz recordaba haber hecho un comentario en tono despectivo acerca del
cuarteto.
-¡Maricas!-había exclamado-¡Nunca llegaréis a
nada!
-Cantan bien-había opinado Mary.
Díaz
se echó a reír al ver el cabello largo que llevaba el cuarteto. Rodeó con su
brazo el hombro de Mary y la atrajo hacia sí. En aquel momento, Mary se apartó
con brusquedad de él. Se puso de pie y se dirigió a la habitación. Díaz dio por
sentado que Mary se pondría uno de aquellos conjuntos de lencería tan sexy que
él le había regalado. Sin embargo, en lugar de hacer eso, Mary abandonó el
domicilio conyugal. No había vuelto a saber de ella.
-No quiere verte-le dijo Tom, su cuñado.
Díaz
fue a ver a Tom, el hermano de Mary, en la creencia de que su esposa estaba en
casa de su hermano. Díaz no pasó del recibidor porque Tom no le dejó entrar en
la casa.
-Sé que Mary está aquí-afirmó Díaz.
-Mi hermana está aquí-aseguró Tom-Pero no
quiere saber de ti. Vete antes de que llame a la policía.
Díaz
no quería irse de allí sin ver a Mary y así se lo dijo a Tom.
-Puedo llevarte a la ruina si no me dejas ver
a mi mujer-le amenazó.
Tom
se encogió de hombros. Le daba igual lo que hacía su cuñado. Y así se lo dijo.
Lo único que le importaba era su hermana. Díaz se marchó de la casa de Tom
furioso. Su poder no era ilimitado como creía.
-Volveré-le avisó a Tom antes de irse-Y me iré
de aquí con Mary. Te lo aseguro. Y me vengaré.
-Y yo te mataré si le haces algo a mi
hermana-le amenazó Tom-No me das miedo, cuñado. Y tampoco le das miedo a Mary.
-¡Es mi mujer!
-Pero Mary no quiere seguir casada contigo.
-¡Tendría que decírmelo ella! Ya intentó
abandonarme antes y volvió a mí porque me ama y no puede vivir sin mí.
Semanas
después, Mary no había vuelto a él. Y vivía feliz sin él. Díaz no quería verlo.
Hasta que acabó viéndolo. En sus noches de insomnio, bebía hasta perder el
conocimiento. Se resistía a admitir que la culpa era sólo suya. Pero su
conciencia se lo gritaba. Había perdido a Mary para siempre. Y la culpa la tenía
él. Sólo él…
Era demasiado alto y musculoso. Parecía un
gigante. Hubo un tiempo en el que su sola presencia aterrorizaba a Mary. Díaz
salía a la calle y paseaba mientras buscaba a Mary con la mirada sin éxito.
Tenía la sensación de que todas las mujeres con las que se encontraba eran Mary,
pero ella no quería saber nada de él y se escondía. Le odiaba, pensaba Díaz. Mary
ya no le amaba. Le odiaba. Y no le culpaba de ello.
Tenía que haberse dado cuenta de que
Mary se ponía tensa cuando él quería cogerla en sus brazos. Si empezaba a
acariciarla, Mary no le devolvía las caricias.
-Me duele la
cabeza-le decía-No tengo ganas…Quiero dormir…Tengo sueño…¿Por qué no dormimos
en camas separadas? Muchos matrimonios duermen en camas separadas. No tenemos
que dormir juntos todas las noches.
Una
vez, Díaz vio a Mary saliendo de una tienda y, a pesar de que vestía nuevamente
de manera sencilla, nunca antes la había visto tan hermosa. Pasó por el lado de
Díaz. No le miró.
En
cambio, Díaz miró con atención a Mary mientras ella pasaba de largo, totalmente
ajena a su presencia. En un mundo diferente, Mary estaría viviendo en la
mansión de su marido rodeada de toda clase de lujos y fingiendo que no había
pasado nada entre ellos. En su lugar, Mary había estallado. Se había ido de
casa y no pensaba volver nunca. Se había puesto en contacto con su abogado. No
quería nada de Díaz y no tenía ganas de volver a verlo. Su actitud había
conmocionado a su familia (a la suya y a la de su marido). Sorprendentemente,
habían dado el visto bueno a su decisión.
Se
metió dentro de su caro coche.
Se
sintió derrotado. Siempre había creído que podía tenerlo todo.
Pero
no era así. Le faltaba la dicha. Le faltaba el amor de su mujer.
Era
consciente de que había perdido a Mary para siempre. Ella le había demostrado
que podía ser feliz sin él. No le necesitaba.
¡Qué
estúpido he sido!, pensó Díaz. Y se sintió el hombre más desgraciado del mundo.
Golpeó
con rabia el volante y rompió a llorar. Él tenía la culpa del fracaso de su
matrimonio. Tendría que vivir siempre con ese sentimiento. Saber que era el único
culpable de la marcha de Mary. Se odiaba así mismo por todo el daño que le había
causado a su mujer. Mary reharía su vida sin él. Era feliz sin él. Díaz sintió
ganas de vomitar. Gritó dentro su coche. Se maldijo así mismo.
Por
primera vez en su vida, se sintió derrotado.
Y
era una sensación extraña.
FIN
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